Ese día había mucho alboroto en el pueblo. Todo el mundo se había reunido en la plaza y miraba con impaciencia el camino por si veía subir a alguien. Era todo un evento: un nuevo juez venía a trabajar al pueblo. Y no era un juez cualquiera, procedía nada más y nada menos que ¡de la lejana capital! Nadie había conocido nunca a una persona de la capital, así que, cuando al fin llegó, todo el mundo contempló con asombro los preciosos caballos al galope que tiraban de un carruaje resplandeciente. Dentro, había una figura con elegantes ropajes. Bajó del carruaje, se alisó la larga toga produciendo un sonido muy solemne cuando las telas rozaron y miró a su alrededor. Era una agradable y cálida tarde de finales de verano y las cigarras anunciaban que el día estaba llegando a su fin. El sol ya se había puesto y la plaza del pueblo solo quedaba iluminada por algunas farolas y el tenue resplandor de las estrellas. El juez había llegado en el último día del calendario lunar, por lo que estaba todo muy oscuro y la luna no se veía en el cielo.
El honorable juez levantó la vista hacia el cielo con estupor y luego se acercó a un vendedor del pueblo y le preguntó:
—¿Dónde está la luna?
El vendedor lo miró con desconcierto. ¿Es que era una broma? Pero no, el juez, que estaba acostumbrado a la ciudad, llena de ruido y de luces, preguntó muy serio:
—¿No hay luna en el pueblo?
El vendedor vio que el juez realmente pensaba que la luna había desaparecido del cielo, pero también se percató de las monedas que tintineaban en el bolsillo del juez. Entonces, tuvo una idea muy astuta y le…