Érase una vez un rey y una reina. Tenían dos hijos muy guapos: el mayor se llamaba Príncipe Biggus y el pequeño Príncipe Tinyus. Un día, la pareja real tuvo una hermosa princesa. La niña que tanto habían deseado, la llamaron Rosa. Encantó a todos con su belleza y nadie podía apartar los ojos de ella. Poco después de su nacimiento, el rey y la reina celebraron una gran fiesta en su honor. El sonido de las trompetas resonó por todo el reino. Jamás hubo tantos invitados en el castillo. Todos querían ver a la princesita, incluidas las hadas madrinas, que debían predecir su destino. Pero cuando llegó el momento de la profecía de las hadas madrinas, no quisieron comunicarla rápidamente. En lugar de eso, por alguna razón, fueron cambiando de tema.
Pero como la reina insistía, una de las hadas madrinas finalmente le susurró:
— Majestad, no podemos decirle mucho, solo que sus dos hijos sufrirán mucho por culpa de la princesa.
De repente, a la reina se le hizo un nudo en la garganta de miedo y, desde aquel día, siempre recordaba aquellas palabras, muy triste y pensativa. El rey se dio cuenta de que algo preocupaba a su esposa, pero a pesar de sus interminables preguntas, ella no decía ni una palabra, hasta que un día el rey perdió toda la paciencia y ella tuvo que contarle la terrible noticia.
Cuando el rey escuchó la profecía, sintió una punzada en el corazón.
— Si queremos salvar a nuestros hijos, Rosa debe morir cuanto antes. ¿Qué otra opción tenemos? —dijo, tras un momento de silencio.
Pero la reina no quiso oírlo. Jamás lo permitiría.
Un peso terrible pesaba sobre el corazón del rey. Caminaba por el castillo, amargado e infeliz.
Un día, alguien le habló…