Acababan de comenzar las vacaciones de verano y el parque infantil estaba lleno de niños y niñas jugando. Los grandes, los pequeños y los de en medio. Los pequeños se tiraban por los toboganes, se balanceaban en los columpios y trepaban por el pasamanos; los mayores estaban sentados en los bancos y charlaban mientras escuchaban música. Los de edad intermedia jugaban a la pelota, a esconderse y a perseguirse entre ellos.
De repente, dos empezaron a pelearse en la cancha de baloncesto.
—¡Me tiraste el agua encima, tonta!
—¡No me digas tonta, fue tu culpa! Pues no haber intentado quitarme la pelota.
—No sabes agarrar la pelota. ¡No sabes ni encestar!
—¡Mira quién habla! Tú no puedes ver ni el aro sin las gafas, cuatro ojos.
—¿Qué? No te entiendo cuando hablas con los hierros que tienes en los dientes, boca de hierro, ja, ja.
Ambos siguieron insultándose y riéndose el uno del otro un buen rato. Mientras, la pelota de baloncesto por la que habÃa empezado la pelea salió rodando hasta llegar a un banco, donde habÃa sentado un anciano con una barba muy larga y un sombrero de copa muy anticuado y extraño.
Estaba allà sentado muy callado viendo a los niños pelearse, ellos seguÃan y seguÃan. Se atacaban una y otra vez y no se cansaban. De repente, el anciano levantó muy lentamente una mano llena de arrugas y, mientras la subÃa, la pelota que tenÃa entre los pies se elevó en el aire.
El niño de las gafas se quedó mudo, con la boca abierta, y las palabras que iba a decir se le quedaron atascadas en la garganta.
—¡Deja de mirarme! ¿Es que no me ves o qué? Yo creÃa que tenÃas las gafas para algo —le espetó la niña del…