Érase una vez una niña llamada Vivi. Tenía siete años y le gustaba jugar todo el día como a cualquier otra niña, pues tenía mucha imaginación. Cada segundo del día, tenía una nueva ocurrencia.
—¡Vamos a jugar a los reyes y las reinas! ¡Y nos inventamos nuestro propio reino! —le decía Vivi a sus compañeros de clase durante el descanso.
—¡No seas tan niña pequeña!
Y sus compañeros, que aún eran unos niños, se alejaban porque no querían jugar con ella. Tenían la vista fija en los teléfonos móviles y celulares y sus dedos no dejaban de teclear a toda velocidad. Era como si el primero que consiguiera atravesar la pantalla con los pulgares ganara el superpremio de una hipertablet.
Vivi era una niña muy alegre y simpática, pero, muchas veces, se sentía sola y se fue cerrando poco a poco hasta que se volvió cada vez más callada y más triste. Su mamá y su papá se dieron cuenta, claro, pero no sabían qué hacer para ayudarla, así que Vivi se guardaba sus sentimientos para ella sola.
—¿Por qué no sales a jugar con tus amigos? —le decía su madre.
—No tengo con quién jugar. Todos piensan que soy una niña pequeña —respondía Vivi muy triste.
—¿Y eso es malo? Seguro que a ellos les encantaría hacerse ya mayores, pero todo llega.
—Yo también quiero ser ya mayor para hacer lo que quiera. ¿Para qué quiero ser una niña si no puedo jugar?
A la madre de Vivi le preocupaba lo que decía su hija, pero no tenía ni idea de qué podía hacer por ella. Ella era adulta y Vivi necesitaba estar con niños y niñas de su edad.
Por la tarde, la madre de Vivi decidió leerle un cuento. Bueno, no…