Éranse una vez dos amigos inseparables que tenían cada uno una parcela, una al lado de la otra, en un huerto comunitario cerca de un pueblo. Se ayudaban en todo. Uno era un jardinero muy bueno y el otro, un habilidoso carpintero y artesano, aunque también disfrutaba mucho con la jardinería.
Un día, el carpintero le dijo a su amigo:
—¡Buenos días, vecino! ¿Cómo estás hoy?
—Estoy bien —dijo el jardinero rascándose la cabeza—. Bueno, la verdad es que no tan bien. Necesito una conejera nueva, pero no sé trabajar muy bien la madera.
—No te preocupes, amigo. Ya lo hago yo —respondió el carpintero.
Le dio unas palmaditas en la espalda, se frotó las manos y se puso a trabajar de inmediato.
En otra ocasión, fue al contrario.
—Hola, amigo —dijo el jardinero—. ¿Y esa cara?
—Es por el manzano —dijo el carpintero con ojos tristes—, no me da nunca fruta.
—No pasa nada, ¡vamos a hacer un injerto del mío! —le tranquilizó el jardinero con una sonrisa, y se fue corriendo a por sus herramientas al cobertizo.
Así ocurría cada vez que alguno necesitaba algo. Y en una bonita mañana de domingo, un pájaro cantor hizo su nido en el manzano del carpintero. Se posaba en la rama del árbol y cantaba su melodía día tras día.
—Hola, vecino —le dijo el carpintero a su amigo, que estaba muy ocupado con las macetas—. ¿Quieres venir a escuchar un rato el precioso canto del pájaro?
—Ahora no, tengo mucho trabajo. Quizás luego —respondió el jardinero.
—¡Venga, deja el trabajo para después!
—No, de verdad que no puedo. Por la tarde me acerco —respondió el jardinero, muy testarudo, y siguió cavando en la tierra.
—Como quieras —sentenció el carpintero.
Y se sentó en…