Érase una vez un viejo granjero y su gato atigrado que vivían en una casa cerca del bosque. Cuanto más pasaba el tiempo, más perezoso se volvía el gato. Tanto que lo único que hacía en todo el día era tumbarse encima del horno y dormir. Roncaba con un fuerte «¡Zzzzz! ¡Zzzzz!» que volvía loco al granjero.
El hombre ni se acordaba de la última vez que el gato había atrapado al menos un ratón. Un día, pensó: «¿De qué me sirve un gato viejo y perezoso que lo único que hace es estar tumbado sobre el horno? Lo llevaré al bosque y lo abandonaré allí. Así podrá ir a donde quiera y cuidar de sí mismo por una vez».
El granjero agarró al gato, que emitió un maullido al despertarse, lo llevó muy adentro del bosque y lo dejó allá.
El gato se sentía muy inquieto. Estaba inmerso en un profundo sueño y, de repente, ya no estaba en su casa… ¡sino solo en medio del bosque! Le tomó un momento recuperar la cordura y, cuando miró a su alrededor, vio a un elegante zorro rojo.
—¿Tú quién eres? —preguntó el zorro.
—Soy el Señor Gato de Villamiau —dijo el gato.
—Ah, ¿sí? —contestó el zorro. —¡Pues me caes bien! Si no tienes donde ir, ven conmigo. ¡Serás mi nuevo compañero de cabaña!
Al Señor Gato le gustó la idea, así que el zorro se lo llevó a su cabaña. Era bonita y estaba hecha de paja, madera y algunas piedras macizas.
Una semana después, el zorro iba caminando por el bosque cuando se encontró con su amiga la liebre, que era de un color tostado y tenía unas largas orejas caídas.
—Hola, querido amigo —dijo la liebre—, ¡cuánto tiempo sin verte! La próxima vez que pase…