En una tierra muy, muy lejana, vivía una vez un rey bondadoso que tenía un hijo y una hija. Qué bonita familia formaban, un guapo diablillo y una niña tan hermosa como las estrellas. Su padre vivía muy feliz y disfrutaba contemplándolos cuando paseaban tomados de la mano por los coloridos jardines de flores.
Un día, el rey estaba dando un paseo por la ciudad con su hija cuando, de repente, un fuerte viento entró por la ventanilla del carruaje. ¡Fuuuuu! ¡y la princesa había desaparecido! El rey, desconcertado, buscó por todas partes, pero su dulce niña no aparecía. Buscaron por las calles, las casas, los campos cercanos. No encontraron nada.
Envió entonces a sus criados a buscarla por todo el país, por todas partes. Buscaron y buscaron, pero era tan inútil como buscar una aguja en un pajar. Fue entonces cuando el pobre rey se rindió a su dolor y a sus lágrimas.
— La he perdido... ¡la he perdido! Mi preciosa niña querida... ¿dónde te has metido? —dijo sin poder parar de llorar.
—¡Padre! —dijo su valiente hijo, con el corazón encogido— Por favor, no te aflijas. ¡No pierdas todavía la esperanza! Yo mismo iré a buscar a mi querida hermana. Estoy seguro de que la encontraré en alguna parte, ¡y no dejaré de buscar hasta que lo haga!
El rey dio su bendición a su hijo, lo armó en caso de que tuviera que enfrentarse a algún peligro y lo mandó a su aventura.
El príncipe recorrió grandes colinas y extensos valles, gritando el nombre de su hermana y preguntando a la gente del camino, pero no había rastro de la joven princesa por ninguna parte. Mientras recorría el mundo, a lo largo y ancho, llegó a un lago donde había una bandada de patos chapoteando…