Érase una vez, en un reino muy lejano, un rey, una reina y su hijita, la princesa Jane. Llevaban una vida feliz y acomodada y no tenían que preocuparse por trabajar ni por nada más.
Un día, decidieron salir a navegar por el mar. Como de costumbre, todo estaba preparado; sólo tenían que subir a bordo y zarpar. Pero esta vez no fue como siempre: en cuanto zarparon, empezó a soplar un fuerte viento que desvió su rumbo.
Al cabo de unos días, el mar los llevó a las costas de un país desconocido. Al salir, se dieron cuenta de que nadie los conocía. Intentaron explicar a todo el mundo quiénes eran, pero fue en vano. De todos modos, para sobrevivir, necesitaban encontrar trabajo. Sin embargo, ni el rey ni la reina habían trabajado en su vida y no tenían ninguna habilidad, así que el único trabajo que pudieron encontrar fue pastorear ovejas. A cambio, un granjero les ofrecía comida y cobijo.
Con el paso de los años, el rey y la reina se acostumbraron al trabajo duro y Jane se convirtió en una auténtica belleza. Ella también pastoreaba ovejas, como sus padres, y una noche, mientras caminaba de vuelta a su cabaña y cantaba para sí misma, el príncipe del reino se cruzó con ella en su caballo. En cuanto se encontraron, el joven no pudo apartar los ojos de ella. Se enamoró de la chica en ese mismo instante, y cuando llegó a casa, anunció a la corte real que había encontrado a su futura esposa. Pero cuando su padre preguntó al príncipe quién era la afortunada y este respondió, el rey se negó a que su hijo se casara con una pastora de ovejas.
— ¡No te vas a casar con una…