Érase una vez, durante la estación seca, una ligera brisa acababa de llegar para refrescar un poco el calor abrasador del sol. Un viejo chacal dorado caminaba lentamente por las áridas llanuras. Como siempre, tenía hambre y buscaba algún bocado para comer.
Apretó la punta de su negra nariz contra el suelo y olfateó a su alrededor para ver si podía oler algo. Se paseaba de un lado a otro, imaginando todas las cosas deliciosas que más le gustaría comer. Tal vez un pequeño antílope o una jugosa rata de las cañas.
Esperaba que la brisa le trajera pronto el maravilloso aroma de una presa. Estaba tan concentrado en olisquear el aire y relamerse el morro mientras soñaba con una gran captura, que apenas prestaba atención a su entorno.
«¡Todo este correteo es completamente inútil!», pensó para sí. Con el sol que pegaba tan fuerte, todas las demás criaturas descansaban cómodamente a la sombra. El viejo chacal dorado también quería echarse una siestecita a la sombra, así que miró a su alrededor y encontró una gran roca sobresaliente bajo la que relajarse.
Mientras estaba tumbado, disfrutando de la ligera brisa, olió un aroma familiar. ¡Ñam! Inmediatamente se levantó, se alisó los bigotes y trató de averiguar a quién o a qué pertenecía aquel olor. Lo intentó una y otra vez, pero no pudo dar con ello.
«¿Podría ser una ardilla?», se preguntó. «¿O tal vez un lagarto?»
De repente, se dio cuenta. «¡Ajá! ¡Ya lo sé! Pero... ¡oh, no!» pensó. Este olor que él conocía tan bien pertenecía a alguien mucho, mucho más grande. ¡El poderoso león! El chacal había escapado por los pelos del león en muchas ocasiones. Al final siempre se las había arreglado para burlarlo. Por eso, para el león, parecía la oportunidad perfecta para…