Érase una vez un gran molino en una región lejana. En el molino vivía un viejo molinero con sus tres hijos. Eran tiempos difíciles por aquel entonces y la familia vivía humildemente. Los cuatro tenían que trabajar de sol a sol en el molino para ganarse la vida. El molinero molía la harina y sus hijos le ayudaban en todo. Todos los días cargaban los sacos de harina en un carro tirado por un caballo e iban a vender la harina al pueblo y al castillo cercano.
Un día, el molinero cayó gravemente enfermo y, presintiendo que habían llegado sus últimos días en este mundo, llamó a sus tres hijos.
—Hijos míos, parece que ha llegado mi hora y pronto tendréis que haceros cargo vosotros mismos del molino. No es mucho lo que os dejaré de herencia, pero confío en que lo repartiréis todo de forma igual y justa entre vosotros —les dijo el viejo molinero a sus hijos.
Desgraciadamente, el presentimiento del molinero se cumplió pocos días después, y los hijos empezaron a repartirse lo que les había dejado. El hijo mayor se quedó con el molino, el segundo, con el carro y el caballo, dejándole al menor solo un gato gris, que no dejaba de merodear por el molino.
Mientras que los hermanos mayores tenían una forma de ganarse la vida gracias a la herencia, el menor estaba preocupado y no sabía qué hacer. ¿De qué le valdría un gato que no servía para nada? Además, los hermanos mayores ya no querían que les ayudara en el molino y lo echaron en la primera ocasión que tuvieron.
—Hermano, no hay nada que hacer. Ya no te necesitamos aquí. Debes irte y buscar otro lugar donde vivir y trabajar, y no olvides llevarte a ese gato,…