Hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo inglés vivÃa una niña. Todos la llamaban Ada. Como a todos los niños, le encantaba jugar. Sin embargo, Ada no era como el resto de las niñas de su edad. No solÃa jugar con muñecas, y tampoco le hacÃa ninguna gracia correr detrás de sus amigos. PreferÃa deambular, contando toda emocionada cualquier cosa que se le ocurrÃa. Uno, dos, tres, cuatro, cinco... Cuántas hojas hay en el árbol, el número de pasos que habÃa dado desde su casa hasta el colegio, o cuántos caramelos caben en el tarro de cristal en casa de la tÃa Betty. QuerÃa llevar la cuenta exacta de todo, y para asegurarse que no se le olvidaba nada, anotaba todos sus cálculos en su cuaderno. En resumen, contar era lo que más le gustaba.
Un dÃa, Ada se puso muy enferma. No podÃa caminar, porque la grave enfermedad le habÃa quitado casi todas sus fuerzas. Se quedó guardando cama durante varios dÃas, contemplando por la ventana las bandadas de cornejas que revoloteaban alegremente en el cielo.
—Oh, queridos cuervos, qué libres sois, podéis volar a donde os plazca —suspiró tristemente Ada. De pronto tuvo una idea. ¿Y si yo también pudiera volar? Ahora mis piernas no me pueden llevar a ninguna parte, pero si tuviera alas podrÃa volar sobre nuestra calle. PodrÃa volar al colegio o a casa de la tÃa Betty. No esperó ni un momento más, agarró su cuaderno y se puso a calcular. Como era muy buena en matemáticas, pudo calcular fácilmente qué tipo de alas necesitarÃa para que la mantuvieran en el aire y de qué material deberÃan estar hechas: de papel, de madera, incluso de alambre y recubiertas de plumas.
—¿Qué aspecto tendrÃa si tuviera alas? Creo que…