HabÃa una vez un gatito que sacó las orejas del granero donde vivÃa. Bueno, ya no era un gatito, era un gato hecho y derecho. TenÃa el pelaje de un color cobrizo y los ojos verdes. Era evidente que se traÃa algo entre manos porque miró a izquierda y derecha para asegurarse de que no hubiera ningún peligro a la vista, dio un elegante salto y aterrizó sobre la hierba alta. Se agazapó entre los matorrales riéndose por lo bajo mientras se le movÃan los bigotes. ¡Lo habÃa vuelto a hacer!
El gato vivÃa con su madre en el granero y se habÃan construido una guarida con paja. Su madre era toda una gata doméstica y estaba muy orgullosa de ello. Tomaba el sol todo el dÃa en el jardÃn y, de vez en cuando, se acicalaba, pero también sabÃa que tenÃa obligaciones y dejaba todo limpio de ratones y demás alimañas.
También dejaba que su dueña la acariciara, a veces incluso arqueaba la espalda cerca de ella en busca de cariño, pero, por encima de todo, lo más importante para ella era su hijo. Aunque lo habÃa llamado León, por su color de pelo leonado, todo el mundo lo llamaba Trotamundos porque le encantaba escaparse a hacer alguna travesura o vivir una aventura.
Estaba deseando ver el mundo más allá de la valla de la finca, lo cual no le hacÃa ni pizca de gracia a su madre. Ella sà abandonaba el jardÃn ocasionalmente, asà que sabÃa los peligros que podÃa encontrarse su hijo adolescente. Era su única descendencia y querÃa protegerlo, pero a Trotamundos le daba igual. Él seguÃa adentrándose en el prado o en el bosque. No le importaba que su madre se enfadara, merecÃa la pena. Le encantaba que el viento le meciera…