Alberto se restregó los ojos y se estiró todo el cuerpo. Se rascó detrás de las orejas, saltó, aterrizó sobre las patas y agitó la colita esponjosa. Alberto era un conejo. Vivía con su madre, su padre y su hermana pequeña en un matorral en medio de un maizal.
Era la época de recolecta del maíz y, de repente, un día, unas máquinas enormes y espantosas empezaron a tronar y a rugir alrededor de su casa. El padre de Alberto le explicó que los humanos estaban recolectando el maíz, pero él no entendía por qué no podían hacerlo con las patas como hacía él. Una cosa era evidente: las máquinas se acercaban cada vez más y, muy pronto, su madriguera ya no sería segura.
—Creo que ya es hora de que nos mudemos —dijo mamá conejo mientras, a la mañana siguiente, le hincaba el diente a una mazorca de maíz muy jugosa.
—Tienes razón —dijo papá conejo—. Además, no va a quedar ni un grano para comer y, con todas las máquinas aquí, no podremos ni sacar un bigote fuera de la madriguera.
La hermana pequeña de Alberto, Teresa, aún no sabía hablar y los miraba con sus grandes ojos redondos mientras mordisqueaba una zanahoria cruda.
Y así lo hicieron. No tenían muchas cosas que empacar porque los conejos tienen pelaje todo el año, comen lo que les proporciona la naturaleza y juegan con lo que encuentran por los campos. A mediodía, cuando el sol estaba ya alto, las máquinas se callaron. Los humanos se habían ido a comer y a descansar y era el momento perfecto para que la familia de conejos saliera. Mamá conejo miró alrededor por última vez mientras los pequeños saltaban muy contentos detrás de su padre en busca de aventuras.…